Al Servicio de la Iglesia
Si nos fijamos atentamente en los relatos de vocación que aparecen en los evangelios, descubriremos que Jesús llama a los hombres, ante todo, a que lo sigan, a que se queden con Él. Este seguimiento se ejerce después en formas diversas: a unos les pide que sean apóstoles (cf. Mt 10, 1-5), a otros que le apoyen con sus bienes (cf. Lc 8, 1-3), a otros que lo hospeden (cf. Lc 19, 5)… Todas estas no son más que variantes en las que se concreta para cada persona la invitación que el Señor nos dirige a todos: la de estar a su lado. Ahora bien, sucede que Cristo es el Hijo de Dios que, por amor a los hombres, se hizo servidor de los hombres. Dice de sí mismo: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22, 27). Por eso, ser sus compañeros supone acompañarlo en el servicio: «Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que, lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13, 14-15). Cuando uno es joven, a lo mejor pasa algún tiempo hasta que descubre la manera específica en que el Resucitado le invita a seguirlo. Uno podrá dudar en algún momento cuál es su vocación concreta, pero siempre debe tener presente que, sea la que sea, su esencia es el servicio. Al final, de lo que se trata es de permanecer junto aquél que «no ha venido para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28).
Es importante tener esto claro para acertar a la hora de descubrir a qué nos llama Dios. Si alguien se deja llevar por el mero deseo de «autorrealizarse», probablemente se equivoque. Uno sólo se encuentra de verdad a sí mismo cuando, como Jesús y con Jesús, se entrega a los demás. Si a la hora de tomar una decisión –por ejemplo, respecto de la carrera, de la pareja o del trabajo–, lo que le mueve a una persona es el ansia del dinero, la seducción de la apariencia, el anhelo de poder o el deseo de placer, probablemente termine sus días amargado. Todo eso nos deja insatisfechos, nunca tenemos bastante. Al final se alcanza la vejez con la impresión de que la vida se ha escapado, como lo hace el agua de entre las manos de un sediento. Si, por el contrario, la meta de la propia existencia es ayudar a que los demás vivan y sean felices, la cosa cambia radicalmente. Se descubre que, por extraño que parezca, es cierto que «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20, 25). Jesús habló de esto claramente: «el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor» (Mt 20, 26). Para saber qué quiere Dios de mí es imprescindible dar la vuelta a los valores que nos transmite la sociedad y no preguntarse tanto cómo puedo ser yo feliz, sino cómo puedo hacer felices a los demás.
Hay muchos a quienes el Señor pide que ejerzan su servicio creando una familia. Descubren que alguien de sexo contrario les permite experimentar que es bella la vida y que, por tanto, merece la pena participar en el gozo de transmitirla. Hay otros, en cambio, a quienes invita a servirle de una manera particular en los pobres, en el anuncio del Evangelio y en la celebración de los divinos misterios. Todo bautizado sirve a la Iglesia, porque es lo que hace Jesús entregando su vida por ella. En algunos, este servicio se hace a través del matrimonio, e incluso mediante un compromiso particular en la acción evangelizadora. En otros, ese servicio supone una entrega total y decidida a lo que Dios quiera, cuando Dios quiera y como Dios quiera. Estos últimos son los llamados a la vida sacerdotal y consagrada. Alguien la descubre cuando percibe en el propio corazón un amor tan grande que no puede quedarse recluido en unos pocos, sino que se proyecta a toda la humanidad. Su existencia está llamada a ser en el mundo una transparencia concreta, real y humilde del mismo Cristo. Como para Él, Dios se convierte en su única libertad, su mayor amor y toda su riqueza, y por tanto se acogen los dones de la obediencia, de la castidad y de la pobreza para servir con ellos a todos los hermanos.
¿Por qué el servicio al Pueblo de Dios es inseparable de los llamados «consejos evangélicos», que radicalmente contrastan con nuestros deseos de autonomía y con nuestros instintos de supervivencia? Porque el Señor no ha querido servir al hombre sólo dándole cosas, sino ante todo dándose a sí mismo. Eso es un sacerdote o un consagrado: alguien que no se posee, sino que se entrega; alguien que no concentra su amor en unos pocos, sino que lo abre a todos; alguien que desde alba hasta el ocaso no cesa de unirse a la oración de Cristo por sus amigos, a fin de que nunca falte en el tiempo alguien cuyo corazón abierto a la Eternidad mantenga viva la llama de la esperanza.
El amor de Dios a sus hijos e hija se sigue comprobando en la elección de algunos para el servicio de todos los demás. Son escogidas personas pecadoras, limitadas y pobres, porque no se precisan héroes que lleven a cabo grandes proezas, sino sencillos cristianos que, a través de sus vidas, prolonguen la paternidad de Dios hacia todos los hombres que vienen a este mundo. Uno se sabe llamado a esta misión cuando el corazón arde por las cosas de Cristo, cuando alguien confirma sus sentimientos con la objetividad de la autoridad apostólica y cuando experimenta que no hay en el mundo alegría comparable a la de gastar la vida en servicio a los hermanos.