En plena adolescencia Jesús suscitó en mí una fuerte atracción por él. Me sentí fascinado por su persona y decidí, con todo el entusiasmo juvenil, no amar a nadie ni a nada más más que a él. Así, en los años de seminario, fui aceptando el celibato como algo connatural a la persona que ama a Jesucristo siguiendo sus huellas como pastor.
En aquellos años tuve un compañero que cuestionaba siempre mis decisiones de mayor calado y, por supuesto, también ponía en tela de juicio la llamada y mi decisión de ser célibe.
“Es algo antinatural, es perderte la oportunidad de amar y ser amado que hace a toda persona feliz”, me decía.
En aquel tiempo, desde la inexperiencia, tuve algún momento de confusión y de duda que no llegaron a turbarme demasiado. Poco a poco me di cuenta de cómo en decisiones como ésta, que tienen que ver con el sentido de toda una vida, hay que dejar que el tiempo, la gracia y la fidelidad vayan hablando. Hoy puedo decir, después de veintisiete años de sacerdote que para mí el celibato es expresión de la más apasionante historia de amor que he vivido y sigo viviendo.
El celibato ha sido para mí un don del amor de Jesucristo. Me he sabido amado por él mucho antes de comenzarle a amar. Me he sentido mirado con amor por él como el joven rico (Cfr. Mc 10,21), convocado a vivir con él como los primeros seguidores (Cfr. Jn 1,39), e invitado, como Juan, a recostar mi cabeza en su regazo (Cfr. Jn 13,23). Y, además, he visto como este amor lejos de desvanecerse en mi, cada día iba incrementándose.
De este modo, el celibato se convirtió también en una respuesta de amor al amor que se me dio de manera antecedente. Una respuesta encaminada a darme del todo, por entero, con un corazón indiviso. Una respuesta fraguada en la fidelidad al que tanto me ha amado inmerecidamente. Su amor por mí nunca ha languidecido, el mío por él tantas veces… Pero de nuevo su misericordia me rehabilitaba, una y otra vez, para seguir a su lado.
Tras unos años de ministerio sacerdotal apareció otra persona que cuestionó, purificó y terminó potenciando mi vivencia se ser célibe.
Me dijo: “Puede ser un amor, pero etéreo, adolescente, sin base real”.
De nuevo el tiempo y la gracia me han ido ayudando a superar esta objeción. Amo a Jesucristo, no como si estuviera más allá de las nubes, sino al que está en la proximidad del hermano. Sobre todo le amo cuando éste se me muestra empobrecido, dolorido o despreciado.
Pero, además, este amor lo vivo concreto en la comunidad cristiana a quien sirvo. Fue el sacramento del Orden el que me hizo signo de Cristo Pastor e hizo brotar en mi corazón una fuente de amor desmedido, que no es otra cosa sino la caridad pastoral. En la comunidad me siento amado y amando de modo real y concreto a Jesucristo. Veo mi vida encaminada a la felicidad que anhelo en este ejercicio del amor.
Hoy puedo decir, no sin el sonrojo y temblor del adolescente, que Jesús es mi amado. Pero ha sido la permanencia en su amor quien me lo ha ido mostrando a lo largo de estos años. Puedo decir que el celibato es en mi vida expresión de una historia de amor regalada por Jesús y torpemente respondida por mí en el amor a la Iglesia que pastoreo. Pero me ha hecho falta el tiempo y la gracia para comprenderlo.
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